viernes, 6 de noviembre de 2009

El caballero y el guerrillero

Recibo y publico.

El caballero y el guerrillero

Julio María Sanguinetti
Para LA NACIÓN


Viernes 6 de noviembre de 2009 | Publicado en edición impresa

Estos días el Uruguay ha estado de moda en la prensa.
En general, para bien, al reconocerse la pacífica controversia electoral que se definirá en una segunda vuelta el último domingo de este mes.

Desgraciadamente, como la confrontación tiene sus ribetes peculiares, se presta para todo.

De un lado, está un ex presidente, de familia patricia con dos siglos de vida política, mediano propietario rural, hombre cultivado en letras y con experiencia en política; del otro, un ex guerrillero del Movimiento Tupamaro, "con pinta de verdulero", como ha dicho él, mal vestido y peor hablado, que ha conquistado en los últimos años una arrolladora popularidad sobre la base de un lenguaje vulgar, en el que mezcla chascarrillos y sentencias criollas con palabrotas que pretenden ser el paradigma de la franqueza.


Lo curioso es que ambos tienen el mismo origen político. Son herreristas, o sea, adherentes al viejo Partido Nacional, el partido de Oribe y Rosas en el siglo XIX, que en el XX se dividió entre la continuidad turbulenta y populachera del viejo origen -representada por Luis Alberto de Herrera, el abuelo de Luis Alberto Lacalle- y el principismo liberal de la gente de los diarios El País y El Plata .

Aquéllos, los herreristas, nunca ocultaron su simpatía franquista y peronista, así como cultivaron un antiyanquismo nacionalista; los otros, los "independientes", vivieron la democracia liberal con otra intensidad y Wilson Ferreira fue su último gran representante.


La común matriz aparece hoy muy lejos.

La trayectoria de José Mujica fue la de esos muchachos blancos, cultores de las rebeliones caudillistas contra el Estado, que un día, desencantados de la democracia y embalados con Fidel y su enfrentamiento a los Estados Unidos, tomaron las armas para instalar a sangre y fuego la revolución cubana en el pacífico Uruguay de entonces. Estuvo preso, se fugó dos veces, fue herido de bala, también hirió y asaltó.

El golpe de Estado de 1973 lo encontró en la cárcel y allí pasó once años, hasta la amnistía de marzo de 1985, cuando tuve la responsabilidad de llegar a la presidencia y conducir la transición. Con esto queda claro que Mujica no fue preso de la dictadura, sino de los jueces de la democracia, y que nunca tiró un tiro contra el golpe de Estado, hecho incuestionable pero que viene a cuento estos días, en que se narran novelas de Alejandro Dumas al respecto.


La peripecia de Lacalle es la opuesta. Tiene 69 años, cinco menos que Mujica. Abogado, liberal, opositor claro y rotundo a la dictadura de 1973, fue creciendo en la medida en que fue aventando los viejos fantasmas que todavía rodeaban la figura de su abuelo, un historiador brillante, un caudillo desconcertante, con aquellas caídas dudosamente democráticas a que hacemos alusión. Lacalle creció en la oposición, fue minoría frente a Wilson, pero, a fuerza de tenacidad y trabajo, llegó a la presidencia. Me sucedió en ese cargo en 1990, cuando derrotó a Jorge Batlle con un estilo vigoroso, juvenil y elocuente.

Su gobierno fue dinámico. Supo de éxitos y derrotas, como el referéndum sobre las empresas públicas en que el pueblo uruguayo votó en contra de las privatizaciones y lo dejó muy mal parado. Pero hizo una gran ley de puertos, reformó lo que pudo el Estado y, sobre todo, presidió una etapa de razonable prosperidad popular. Salido de la presidencia, parecía agotada su estrella. Cuestionamientos de diversa naturaleza sobre su gobierno lo llevaron a ser minoría en su partido hasta que, hace dos años, sacudió su blanca melena, salió a recorrer el país, ganó la interna en junio de modo brillante y quedó como candidato nacionalista.

En julio parecía imbatible, pero en el correr de la campaña perdió élan y terminó segundo de un Mujica provocativo y desconcertante, que parecía crecer al compás de sus extravagancias. Su reportaje en LA NACION (13 de septiembre) es una síntesis de su neoanarquismo ("La Justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió").

El famoso libro Pepe Coloquios estalló como una tormenta en el Río de la Plata, con agravios a granel. Primero lo negó, luego habló de descontextualización, pero al final dijo que era todo verdad, que realmente todas esas barrabasadas eran lo que realmente pensaba, pero que en este mundo no se puede decir la verdad, "porque quedás en calzoncillos" ( Búsqueda , 22 de octubre).
Mujica parte favorito y no deja de ser preocupante. No por su pasado, que está laudado. Por su presente, por sus ideas erráticas, porque vive en las antípodas del mundo global, porque tiene de la democracia un concepto despectivo, porque dice admirar a Lula, pero aplaude a Chávez y ha viajado todo lo que ha podido a Caracas.

A Buenos Aires cruzó a hacer amistad con el matrimonio Kirchner, pero por motivos menos ideológicos: para molestar al presidente Vázquez, que notoriamente prefería a Astori y no a él, como lo ha venido reiterando de un modo u otro hasta hoy.

En el ballottage no hay partidos: hay dos personas. A Lacalle se le podrá discutir lo que se quiera, pero es demócrata, ha gobernado, tiene experiencia, sabe de lo que se trata. No quiere una educación corporativa, como propone el Frente Amplio. Asume sin complejos la batalla contra el delito; cree en Occidente. Por cierto, hay colorados -mis correligionarios- que por muy laicos no les gusta el católico Lacalle y hay blancos wilsonistas a quienes no les gusta el herrerista Lacalle, pero la racionalidad impone optar por quien nos asegura la continuidad democrática e institucional del país.

Si no es Lacalle, ¿qué? El esquema es binario.


¿Qué nos ofrece, en cambio, el senador Mujica? Un gobierno folklórico, poco apegado a normas y códigos democráticos, imprevisible, amigote de la pachanga populista bolivariana, capaz de tomar para cualquier lado menos para la racionalidad modernizadora.

Razón por la cual alguna gente que ha votado al Frente Amplio y que respeta al presidente Vázquez no está nada contenta con que sea presidente; votaron las listas parlamentarias del vicepresidente Astori y ahora meditan en silencio si vuelven a darle un voto a un candidato a presidente reñido con la tradición cívica del país.


Porque ése es el tema. Se puede ser crítico del presidente Vázquez -como lo soy en muchos aspectos sustanciales- pero no se puede negar que enraíza en la tradición del país. Verlo días pasados cortar cintas de aeropuertos y puertos a los que él mismo se opuso, junto a todos los ex presidentes, habla del Uruguay de siempre. El que, claramente, no representa Mujica, ni por estilo ni por sustancia.

Aunque resulte paradójico, el candidato oficialista no es la continuidad del gobierno frentista, sino la ruptura, el retorno a un viejo conglomerado izquierdista que volvería, con él, a sus viejos prejuicios. Entre éstos, la lucha de clases.

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